Con alguna frecuencia hemos escuchado esta frase, así como otras equivalentes, incluyendo: medical directive, advance directive, directive to phisicians o declaration of a desire for a natural death. Cada una hace referencia al deseo de una persona (generalmente de la tercera edad), llegado el momento de padecer una enfermedad terminal o de sufrir un accidente fatal, de no ser sometida innecesariamente a procedimientos médicos extraordinarios, a fin de mantenerle con vida en forma artificial, sino morir dignamente, dejando que la propia naturaleza determine la hora de su muerte.
Este deseo constituye una respuesta a las prácticas tradicionales de un buen número de hospitales, de tratar de prolongar la vida el mayor tiempo posible, sin importar el sufrimiento a que se somete al paciente y a su familia, ni el alto costo que alcanzan los servicios médicos prestados, por lo que ahora toda persona puede expresar sus deseos en forma anticipada, para el caso de verse en esta situación.
El derecho de personas desahuciadas de controlar sus decisiones respecto a su tratamiento médico se originó a fines de los años sesenta, en Estados Unidos, lo que promovió Luis Kutner, abogado de Chicago y co-fundador de Amnistía Internacional en 1961. La primera iniciativa de ley fue presentada en 1968 por el diputado y médico Walter F. Sackett a la legislatura del estado de Florida, misma que fue desechada; se presentó posteriormente en varias ocasiones sin éxito. Fue hasta septiembre de 1976 que la legislatura de California aprobó la primera ley sobre la materia; para 1992, las legislaturas de los 50 estados del país y el Distrito de Columbia también habían aprobado leyes autorizando esta posibilidad bajo diversos nombres, incluyendo: "advance directive", "medical directive", "directive to physicians", "living will" o "declaration of a desire for a natural death".
Esto fue reconocido en España en noviembre de 2002 por la Ley 41/2002, cuyo ámbito de aplicación fue "La regulación de los derechos y obligaciones de los pacientes, usuarios y profesionales, así como de los centros y servicios sanitarios, públicos y privados, en materia de autonomía del paciente y de información y documentación clínica", misma que reconoció el derecho del paciente a conocer la información sobre su estado de salud y a tomar decisiones sobre su tratamiento. Al concepto se le denominó “documento de instrucciones previas” o “testamento vital”.
Fue hasta 2008 que en la Ciudad de México se publicó la Ley de Voluntad Anticipada, que se complementó en 2012 con el reglamento y algunas reformas, ofreciendo al paciente, con respeto a la autonomía de su voluntad, la decisión de no someterse a tratamientos o procedimientos médicos que hagan prolongar de manera innecesaria la vida en caso de padecimientos terminales (ortotanasia). Sin embargo, se aclaró que eso no es lo mismo que eutanasia, que son procedimientos tendientes al acortamiento intencional de la vida de una persona. El documento de voluntad anticipada debe formalizarse ante notario público, designando como su representante a la persona que se encargará de vigilar su cumplimiento y determinar si es intención del paciente donar o no sus órganos.
Posteriormente otros estados del país han emitido leyes sobre la materia, que siguen lineamientos similares a los de la Ciudad de México.
En algunos países en América Latina, a este documento también se le conoce como "documento de voluntad anticipada", pero en otros se le denomina "testamento vital", "declaración vital", "testamento de vida", "documento de voluntad médica anticipada", "directivas médicas anticipadas", "directrices anticipadas", etc. Sin embargo, todos tienen la misma finalidad y son equivalentes a los conceptos estadounidenses que arriba se mencionan.
Javier F. Becerra es egresado de la Escuela Libre de Derecho de la Ciudad de México, donde recibió su título de abogado el 6 de junio de 1967. Realizó estudios de posgrado como miembro del Trinity College, en la Universidad de Cambridge, Inglaterra, en la especialidad de derecho comparado. Ha laborado por más de 40 años en el despacho Basham, Ringe y Correa de la Ciudad de México, primero como asociado y después como socio; durante varios años formó parte del comité de administración de la firma y, de 2000 a 2003, fungió como socio director.
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